Revista de la Cátedra II de Psicopatología | Facultad de Psicología | Universidad de Buenos Aires
ANCLA 6 - "Locuras y perversiones"
Septiembre 2016
ELUCIDACIONES

Nada más que hasta el fondo
Locura, duelo, escritura (Primera Parte)

Leonardo Leibson

"No quiero ir / nada más / que hasta el fondo"
Alejandra Pizarnik[1]

El propósito de este trabajo es abordar la articulación entre locura y duelo, cruce que solemos encontrar en la práctica. Partimos de la hipótesis de que el duelo puede tomar, en ciertas ocasiones, la forma de la locura.

Para ello, además de realizar algunas consideraciones para ubicar estos términos (locuras, duelo), tomaremos como ejemplo a analizar algunos elementos de la vida y la obra de la escritora argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972).

1. Las locuras

"La locura, lejos de ser una anomalía, es la condición normal humana"
Fernando Pessoa

"Quem deus vult perdere, dementat prius"
("A quien un dios quiere destruir, antes lo enloquece")
Atribuido a Eurípides

Encontramos en la enseñanza de Lacan que el término locura puede recubrir varios sentidos así como aludir a diversas cuestiones de la práctica. En muchas ocasiones se equipara a la noción de psicosis, acorde a la tradición que el término folie (locura) mantiene en la psiquiatría y psicopatología francesas.

Sin embargo, en otros contextos, el término adquiere un sentido particular que no se superpone (aunque tampoco necesariamente lo excluye) con el alcance del término "psicosis".

Este otro alcance del término locura[2] tiene a su vez dos modos de presentarse, que se dan en dos momentos de la producción teórica lacaniana.

El primero consiste en la idea de la locura como esencial del hombre y lo encontramos fundamentalmente en el texto "Acerca de la causalidad psíquica" de 1946. Allí se afirma lo siguiente:

"Fórmula general de la locura: una estasis del ser en una identificación ideal que caracteriza ese punto con un destino particular.

Esa identificación, cuyo carácter sin mediación e infatuado he deseado hacer sentir, se demuestra como la relación del ser con lo mejor que éste tiene, ya que el ideal representa en él su libertad" (170).

En este desarrollo, con una fuerte impronta de su lectura de Hegel, Lacan, encuentra que la locura consiste en el engrandecimiento del yo, en su infatuación, o sea, lo que ocurre cuando, para decirlo más porteñamente, el yo "se la cree", cree ser lo que la imagen ideal, a partir de la cual se constituye, le muestra.

Por eso, si alguien afirma ser Napoleón se dice que está loco. Eso es lo que señala el sentido habitual del término, cercano a la noción de alienación: creerse otro. Pero, agrega Lacan, si Napoleón viniera a afirmar que él es efectivamente Napoleón, también debemos decir que ese hombre está loco. Tenemos aquí el punto más interesante de la aproximación de Lacan a la idea de locura. Una en la cual no se trata tanto de creerse otro sino que la principal locura consiste en creerse… uno, y mismo. O sea, desconocer que hay un corrimiento entre la imagen que creemos ser y la falta en ser que nos habita, esa falta que el orden significante nos imprime. Donde lo que es cuestionado, por ende, es el orden mismo de la calidad del ser del sujeto afectado por la lengua.

Esta creencia manifestada en la infatuación se produce especialmente en el registro imaginario. Es bajo ese registro que Lacan ubica la dialéctica que da lugar a la dimensión del yo, con su correlato de desconocimiento, discordancia y sumisión encubierta bajo la ilusión de autonomía. Recordando que dicho imaginario se sostiene a partir de las marcas simbólicas –en particular, la función del Ideal del Yo: I(A).

Es por eso que varios años después, en el Seminario 3, Las Psicosis, dice lo siguiente: "Autentificar así todo lo que es del orden de lo imaginario en el sujeto es, hablando estrictamente, hacer del análisis la antecámara de la locura, y debe admirarnos que esto no lleve a una alienación más profunda; sin duda este hecho indica suficientemente que, para ser [estar] loco, es necesaria alguna predisposición, si no alguna condición" (S3, 27).

En este pasaje del Seminario, Lacan aprovecha la ambigüedad que le permite el término "vulgar" para apoyar sus desarrollos acerca de la paranoia. Lo dice así:

"No hay, a fin de cuentas, noción más paradójica. Si tuve el cuidado la vez pasada de poner en primer plano la locura, es porque puede decirse verdaderamente que con la palabra paranoia, los autores manifestaron toda la ambigüedad presente en el viejo término de locura, que es el término fundamental del vulgo.

Este término no data de ayer, ni siquiera del nacimiento de la psiquiatría. Sin entregarme aquí a un despliegue demasiado fácil de erudición, solamente les recordaré que la referencia a la locura forma parte desde siempre del lenguaje de la sabiduría, o del que se pretende tal. (…) el famoso Elogio de la locura (…) o Pascal quien formula (…) que hay sin duda una locura necesaria, y que sería una locura de otro estilo no tener la locura de todos" (Lacan 1955-56, 29-30).

Volviendo al texto de 1946, subrayemos que la idea de una locura constitutiva, "normal", no la priva de su valor clínico. Dice Lacan:

"Lejos, pues, de ser la locura el hecho contingente de las fragilidades de su organismo, es la permanente virtualidad de una grieta abierta en su esencia.

Lejos de ser "un insulto" para la libertad, es su más fiel compañera; sigue como una sombra su movimiento.

Y al ser el hombre no sólo no se lo puede comprender sin la locura, sino que ni aun así sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su personalidad" (174).

Se trata de "la permanente virtualidad de una grieta abierta en su esencia". Es esa escisión del yo, eje del descubrimiento freudiano, lo que sostiene a la estructura. La locura, añadimos, consiste en que algo de esa herida esencial se realiza sintomáticamente, señalando la grieta mediante lo que intenta recubrirla: la infatuación, la inflación del yo.

Además, hay un detalle clínico no menor que consiste en que la locura, si bien es permanente virtualidad, no se haría clínicamente evidente de no mediar alguna otra razón. O sea, que su pasaje de lo virtual a lo real, a la presencia sintomática, incluye algún factor desencadenante que no podría obviarse. Esto se resume en la sentencia que Lacan pronuncia en 1946: "No se vuelve loco el que quiere" (174). Sentencia sobre la que vuelve en el Seminario sobre las psicosis, añadiéndole el dato anecdótico de que en la sala donde pasaba las guardias en su época de internado la tenía escrita en un cartel adosado a una de las paredes, como una cuestión central para tener en cuenta, para no olvidar.

Entonces, algo debe sumarse –o restarse– para que la locura pase de su virtualidad conjetural y estructural a una manifestación sorpresiva, disruptiva y ruidosa, o sea sintomática. Desencadenamiento que, más allá de las formas clínicas que adopte, será el paso necesario para que pongamos atención en él y podamos interrogarnos por la envoltura formal de lo que se muestra.

¿En qué consistiría eso que sucede entre lo virtual y lo evidente? Lacan desarrollará, en los años sucesivos de su enseñanza, las coordenadas que permiten considerar cómo se efectúan los desencadenamientos en la psicosis y en la neurosis[3].

El segundo alcance del término locura lo encontramos en el último período de la enseñanza de Lacan. Particularmente en el Seminario 21: Los no incautos yerran o Los nombres del padre, donde los desarrollos de Lacan están ordenados por lo que en ese momento constituye su herramienta principal de argumentación: el Nudo Borromeo, su lógica, su topología, y las consecuencias clínicas que entraña[4].

En la sesión del 4 de diciembre de 1973, encontramos lo siguiente: "El nudo borromeo no puede estar hecho sino de tres. Lo I, lo S no bastan, hace falta el elemento tercero, y yo lo designo como lo Real. (…) Es preciso que exista esta solidaridad determinante de que haya sujeto, sujeto hablado, en todo caso: la pérdida de una cualquiera de las tres dimensiones, la condición para que el nudo se sostenga, es que la pérdida de una cualquiera de esas tres dimensiones debe volver locas, es decir libres una de la otra, a las otras dos".

Nuevamente aparece la locura, y nuevamente asociada a la libertad. Pero ahora no se trata exclusivamente de un problema de lo imaginario en tanto tal sino de las vicisitudes del anudamiento mismo entre simbólico, imaginario y real. O, más precisamente, de lo que podría ocasionar que ese anudamiento se suelte. O, más dramáticamente, que eso estalle.

La noción de locura como estallido y desencadenamiento (donde ambos acontecimientos coinciden) es aún más cercana al empleo vulgar y habitual del término locura. Algo que no sólo es sintomático sino que también, y sobre todo, es sorpresivo y abrupto, desbordante y dramático. Algo que puede amenazar la integridad misma del sujeto en cuestión.

Lacan refuerza esta idea cuando enuncia los siguiente: "(…) cuando a ustedes les falta uno de esos redondeles de hilo, ustedes deben volverse locos. Y es en esto, es en esto que el buen caso, el caso que he llamado "libertad", es en esto que el buen caso consiste en saber que si hay algo normal es que, cuando una de las dimensiones les revienta, por una razón cualquiera, ustedes deben volverse verdaderamente locos" (1973-74, 4/12/73).

Nos interesa subrayar que la noción de locura, de un modo más definido que la psicosis así como la neurosis, señala la problemática del entrecruzamiento de lo sintomático con la libertad y la supuesta normalidad.

No nos explayaremos acá acerca de la problemática de la libertad, dado que eso exigiría desarrollos que nos alejarían mucho de nuestro propósito inicial. Tampoco podremos decir demasiado acerca de la idea de normalidad, por similares razones. En cambio, sí queremos resaltar que la noción de locura, sobre todo en la pendiente del estallido del anudamiento, nos permite ubicar una dimensión de la práctica analítica que no se reduce exclusivamente a las tres estructuras subjetivas (neurosis, psicosis y perversión) sino que, sin destituirlas, las atraviesa y al hacerlo las descompleta[5].

La noción de locura, en esta línea, no está, tampoco, para completar lo que la clasificación estructural deja pendiente. Por eso decíamos que arroja una luz diferente sobre los hechos de la clínica, una luz sesgada, que revela otros aspectos de la estructura subjetiva y sus momentos.

Las locuras ¿podrían ser una forma de nombrar lo que ocurre en los intersticios que conforman la estructura? Podemos afirmar con Lacan que éstos son esenciales y por ende estructurales, pero ¿con qué alcance del término estructura?

Dice Lacan en "El atolondradicho": "En efecto, el lugar del decir es el análogo en el discurso matemático de ese real que otros discursos ciernen con lo imposible de sus dichos. Esta dichomansión (dit-mansion) de un imposible que incidentalmente llega a abarcar el impasse propiamente lógico es lo que por otro lado se llama estructura. La estructura es lo real que sale a relucir en el lenguaje. Por supuesto no tiene relación alguna con la "buena forma"" (Lacan 1972, 500, subrayado nuestro).

Vemos que la estructura no es una "buena forma" –una forma acabada y que podríamos replicar una y otra vez– sino un modo de salir a relucir lo real en el lenguaje, en el decir que acontece en transferencia. En este sentido, las estructuras subjetivas son modos de constitución de un sujeto en sus relaciones con el lenguaje y con el cuerpo que se revelan discursivamente (lo cual, desde ya, incluye los modos de presentación del cuerpo), pero eso no dice ni decide lo que el sujeto de ese discurso es (la estructura no es un relevo del ser[6]).

Proponemos pensar a las locuras como indicios de la precisa imprecisión de un litoral[7]: aquel que podemos conjeturar entre neurosis y psicosis, así como entre estructuras y no estructuras, entre sujeto y goce, descompletando –y por ello enriqueciendo– la tríada Psicosis-Neurosis-Perversión. Teniendo en cuenta que un litoral es un modo del intervalo que es a la vez discreto y continuo, que separa articulando y vincula distinguiendo.

Para concluir con este acercamiento a la noción de locura y su fecundidad clínica, nos gustaría retomar algo que ya hemos planteado en otro lugar y creemos puede articularse con lo recién expuesto:

"Es importante articular las dos formas de la locura en tanto una puede dar la clave de la otra. Si bien no hay una relación de anverso y reverso, o sea que no hay simetría entre estas dos formas, el estallido es lo que muestra dónde lo que se había cristalizado soportaba la tensión de una pregunta o de un conflicto. Este punto, que se evidencia a partir del desencadenamiento –y no antes–, podemos ubicarlo en términos (topológicos) de punto débil del sujeto. El estallido muestra lo que la quietud oculta. Como dijera Freud: es por las fallas que la estructura puede reconocerse… y no antes de que eso falle.

Decimos que es un punto en términos topológicos porque a este "punto débil" lo ubicamos desde lo que Lacan, ya con el nudo entre los dedos, llama punto de lapsus, o equívoco del nudo, aquel punto por el que algo de los entrecruzamientos se desliza y se desarma (Lacan 1975-76, 95-99). También, y no por casualidad, es el punto donde lo que viene a reparar el anudamiento es denominado con propiedad sinthome[8]" (Leibson 2010).

Por todo esto, no se trata tanto de definir con exactitud un síndrome clínico para la locura. Ese punto débil es estrictamente singular en su envoltura formal y en su dialéctica. Sólo podríamos afirmar que hay algo en común que hace a esa doble presentación de las locuras: tanto la irrupción que hace estallar una estabilidad existente hasta ese momento, así como la rigidez de una apariencia infatuada de ser. Esto abarca toda una serie de fenómenos, entre los que se destacan las mudanzas en el registro imaginario (de las que nos ocuparemos con más detalle un poco más adelante); pero, especialmente, nos interesa lo que los caracteriza: lo disruptivo, lo fuera de lugar que irrumpe y descoloca al sujeto con respecto a su propia imagen y a los vínculos con quienes lo rodean. El sentido "vulgar" del término locura también ayuda a delimitar este conjunto de fenómenos que más que un síndrome constituyen un momento particular y un modo del sujeto hablante.

Además, lo que podemos –y debemos– hacer es considerar ciertas "coyunturas dramáticas" que ponen en tensión la estructura subjetiva y pueden, eventualmente, derivar en alguna forma de locura.

Una situación interesante de indagar la constituyen los fenómenos del duelo, entendiendo bajo ese término lo que Freud describe en "Duelo y melancolía" (Freud 1917), a lo que necesitamos sumar, por lo que aportan a los planteos freudianos, ciertos desarrollos que Lacan realizó en varios lugares de su enseñanza. Si bien no podremos ocuparnos de manera exhaustiva de ello, los utilizaremos para ubicar algunos elementos que nos parecen fundamentales al tiempo que pondremos a prueba esta argumentación trabajando un caso donde el duelo, la escritura y la locura aparecen entrelazados.

2. El objeto del duelo

"Cuando espero dejar de esperar, sucede tu caída dentro de mí. Ya no soy más que un adentro"
Alejandra Pizarnik

Este cruce de locura y duelo nos lleva a preguntarnos por la vinculación entre ambos. ¿Se trata de un duelo no realizado que deriva en la locura? ¿O es la locura un modo de intentar llevar adelante el duelo? Esta segunda hipótesis nos parece más fructífera y cercana a la experiencia.

Freud define al duelo como un "afecto normal" que consiste en "la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces" (Freud 1915, 241). Lo compara con la melancolía, que sería su contracara patológica; pero el duelo también podría "patologizarse", como menciona en este y otros lugares. O sea que, también, podría haber un "duelo patológico". Los matices clínicos entre uno y otro no son del todo claros[9]. De hecho, la única diferencia entre duelo y melancolía desde el punto de vista descriptivo sería que en el duelo "falta (…) la perturbación del sentimiento de sí" propio de la melancolía, que se manifiesta por autorreproches y autodenigraciones". Ambos, duelo y melancolía, comparten la "desazón profundamente dolida, la cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad" (Ib., 242).

La articulación entre duelo y locura es propuesta por Freud cuando señala que el duelo es un proceso que implica el reconocimiento de la pérdida del objeto, aunque en este paso suele darse la renuencia a esa aceptación, que puede llevar a "una retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo[10]" (Ib., 242)[11].

La conexión entre duelo y enloquecimiento la rencontramos en el momento en que Lacan, en su análisis de Hamlet, ubica al duelo como la pieza fundamental que saca a Hamlet de la postergación y le abre el camino del acto (Lacan 1958-59, 299-355). El paso decisivo consiste, dice Lacan, en la efectuación del duelo por la muerte de su amada Ofelia, paso que Hamlet puede dar cuando, al presenciar el dolor de Laertes, hermano de Ofelia, durante el funeral de ella, se arroja junto con él a la tumba de la muchacha y se trenza en una lucha feroz de la cual emerge transformado, anunciando que allí está "Hamlet, el danés". Lo que sigue es conocido: Hamlet podrá cumplir con su acto, aunque se le irá la vida en ello.

Pero no es el destino del Príncipe de Dinamarca lo que nos interesa ahora, sino lo que Lacan descubre acerca del duelo en estas sesiones del Seminario "El deseo y su interpretación". Especialmente cuando se pregunta "¿en qué consiste el trabajo del duelo?" (ib., 371). Encontrará una respuesta al centrarse en la cuestión del objeto que está en juego en un duelo.

Dice Lacan: "Atengámonos a los primeros aspectos, los más evidentes, de la experiencia del duelo. El sujeto se abisma en el vértigo del dolor y se encuentra en cierta relación con el objeto desaparecido (…) Es obvio que el objeto resulta entonces tener una existencia tanto más absoluta cuanto que ya no corresponde a nada que exista" (Lacan 1958-59).

Primera cuestión a destacar: el objeto del duelo es algo con lo que quien está de duelo tiene una relación. Pero se trata de una relación muy particular, porque ya no es algo que exista… aunque produce sus efectos por su in-ex_sistencia. Vislumbramos que en el duelo se juega un objeto enigmático que nos recuerda la aserción freudiana: el sujeto "sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él" (Freud 1915, 243). ¿Qué más –o qué menos– habría entonces en ese objeto amado que se ha perdido?

Así prosigue Lacan: "el duelo, que es una pérdida verdadera, intolerable para el ser humano, le provoca un agujero en lo real. La relación que está en juego es la inversa de la que promuevo ante ustedes bajo el nombre de Verwerfung cuando les digo que lo que es rechazado en lo simbólico reaparece en lo real. Tanto esa fórmula como su inversa deben tomarse en sentido literal" (Lacan 1958-59, 371).

No es una metáfora, entonces, decir que una pérdida se torna insoportable en tanto es rechazada. Pero el lugar del rechazo puede ser otro que lo simbólico. Y por lo tanto lo que retorne también cambiará.

Lo intolerable está en relación a que eso no puede encontrar su lugar ni su nombre en lo simbólico. Dice Lacan: "La dimensión intolerable, en sentido estricto, que se presenta a la experiencia humana no es la experiencia de nuestra propia muerte, que nadie tiene, sino la de la muerte de otro, cuando es para nosotros un ser esencial. Semejante pérdida constituye una Verwerfung, un agujero, pero en lo real" (Ibídem). Recordemos que Lacan ha afirmado que en lo real, en sentido estricto, no falta nada. La dimensión de la falta es un efecto de lo simbólico sobre lo real, mediado por lo imaginario. Sin embargo, acá no habla de falta sino de agujero, efecto de una Verwerfung, o sea de algo que ha sido rechazado, tronchado, eyectado radicalmente[12]. Por eso, prosigue, "ese agujero resulta mostrar el lugar donde se proyecta precisamente el significante faltante" (ibídem).

Ese agujero altera el orden simbólico al poner en evidencia la incompletud que funda el orden de la falta. "Se trata –agrega Lacan– del significante esencial en la estructura del Otro, aquel cuya ausencia torna al Otro impotente para darnos nuestra respuesta. Sólo podemos pagar este significante con nuestra carne y nuestra sangre. Es esencialmente el falo bajo el velo" (Ibídem). Vemos entonces que el objeto que se juega en el duelo es uno muy particular. No se reduce al objeto de amor, narcisista, que localiza Freud en "Duelo y melancolía". En todo caso, ese será el velo bajo el cual se adivina la presencia ausente del falo, significante del deseo en tanto significante impronunciable, imposible: "Ese significante encuentra aquí su lugar. Y al mismo tiempo no puede encontrarlo porque ese significante no puede articularse en el nivel del Otro. Por ese hecho, y al igual que en la psicosis, en su lugar vienen a pulular todas las imágenes que conciernen a los fenómenos del duelo. Por eso el duelo está emparentado con la psicosis" (ibídem, 371-372, subrayado nuestro).

Señalemos también que Lacan habla en esta ocasión de un sacrificio –"solemos pagar este significante con nuestra carne y nuestra sangre"– en relación a la constitución de este objeto. El duelo, su final, estaría ligado a un sacrificio de esta naturaleza. Pero ¿cuál, cómo, hasta dónde?[13]

El duelo está emparentado con la psicosis. ¿También con la locura? Si aceptamos que hay cierto solapamiento entre psicosis y locura, donde la proliferación de fenómenos imaginarios es justamente lo que hay en común, con todo su cortejo de estados de confusión, alteración de la relación con el cuerpo, trastornos diversos del establecimiento de una realidad compartida con los otros, incluso fenómenos de tipo oniroide (ensoñaciones, proliferación de fantasmagorías, pseudoalucinaciones, etc.), podemos acercar al duelo y la locura, no tanto –o no solo– como el duelo causando un estado de locura sino entendiendo que la locura puede ser la forma que toma el duelo en la búsqueda de una solución.

Porque el duelo no deja de ser un problema que se le plantea al sujeto. ¿Cómo volver soportable una pérdida si lo simbólico se evidencia en su impotencia radical ante eso que no puede nombrarse? ¿Cómo llega el sujeto a anotar esa pérdida en términos de falta? El duelo, señala J. Allouch, no es tanto "separarse del muerto, sino cambiar la relación que tenemos con él" (Allouch 1994, 8). La locura, postulamos, es un modo de respuesta subjetiva que, si bien por lo general no resulta acabada ni del todo eficaz, indica una vía posible de resolución, o sea, de reubicación del sujeto en la relación a los significantes que lo sostienen frente al agujero abierto en lo real.

En esta vía pueden aparecer todo tipo de fenómenos, muchos de los cuales suelen estar emparentados con la psicosis. Pero que, como vimos, también pertenecen al campo de la locura. Y así lo señala Lacan cuando, prosiguiendo su argumentación, dice que "en la lista de estos fenómenos conviene incluir aquellos por los cuales se manifiesta, no tal o cual locura particular[14], sino de una de las locuras colectivas más esenciales de la comunidad humana. Si, para con el muerto, aquel que acaba de desaparecer, no se han llevado a cabo los denominados ritos, surgen pues apariciones singulares. (…) A fin de cuentas, ¿a qué están destinados los ritos funerarios? A satisfacer lo que se denomina la memoria del muerto. ¿Y qué son estos ritos sino la intervención total, masiva, desde el infierno hasta el cielo, de todo el juego simbólico?" (Ib., 372).

Nos encontramos aquí, bruscamente, con este juego "del infierno hasta el cielo" que mencionaba Alejandra Pizarnik en sus amores complejos con M[15]. Si consideramos este caso, ¿podemos encontrar en lo que le sucede a partir de la muerte de su padre un enloquecimiento que es el efecto de un duelo que intenta darse por esa vía? Alejandra casi no muestra afecto alguno durante el velorio y entierro de su padre. Los testimonios dicen que pasa por allí con una suerte de indiferencia o frialdad. Sin embargo, sabemos por lo que siguió, que afluyeron toda una serie de efectos y afectos a partir de ese momento. Pero antes de ocuparnos de estos efectos, registremos algo más de lo que Lacan dice acerca del duelo en este seminario.

A punto de proseguir con su análisis de Hamlet, dice Lacan: "Estos ritos funerarios poseen un carácter macrocósmico, ya que nada puede colmar de significantes el agujero en lo real, a no ser la totalidad del significante. El trabajo del duelo se consuma en el nivel del Lógos –digo esto por no decir en el nivel del grupo ni en el de la comunidad, por más que el grupo y la comunidad, en cuanto culturalmente organizados, sean por supuesto sus soportes." Y concluye de este modo: "El trabajo del duelo se presenta ante todo como una satisfacción dada al desorden que se produce en virtud de la insuficiencia de todos los elementos significantes para afrontar el agujero creado en la existencia. Hay una absoluta puesta en juego de todo el sistema significante en torno al menor de los duelos" (Ibídem, 372, subrayado nuestro).

El de Pizarnik no parece, justamente, haber sido un duelo menor sino uno que tomó para ella la mayor de las dimensiones. Su escritura nos muestra, cada vez más claramente, en qué puede consistir esta "puesta en juego de todo el sistema significante".

3. ¿Cómo se escribe un duelo?

"Los seres vivos están repletos de muertos, de fantasmas hambrientos de vida, de seres mucho más antiguos que nosotros mismos que devoran casi todo lo que les llevamos a la boca y lo que vertemos en sus ojos".
Pascal Quignard

"Voy a intentar desenlazarme, pero no en silencio, pues el silencio es el lugar peligroso".
Alejandra Pizarnik

¿Podemos alegar que la escritura en Alejandra Pizarnik –con las mutaciones que encontramos en ella a partir de la muerte de su padre– se transformó en el soporte de un duelo? ¿Fue la escritura ese escenario donde ella buscó el ritual, el juego del Lógos, el modo de estar con el grupo y la comunidad que le permitiera realizar el sacrificio que da la posibilidad de finalizar un duelo? Creemos que, lejos de pensar que su escritura entra en un derrumbe progresivo que refleja la desagregación de su personalidad –hipótesis psiquiátrica–, es la escritura, con todo y a pesar de todo, algo que la sostiene y opera como un recurso para vérselas con ese agujero. Otra hipótesis, que ponemos al lado de esta, es que algo del duelo trabajó en Alejandra de una manera tal que su enloquecimiento (especialmente los fenómenos ligados a la persecución) puede ser atribuible a ello[16].

El duelo es eso que se hace al decir, pero a la vez no alcanza con decirlo ("estoy de duelo") porque eso no dice nada. Se hace al contar y al escribir. ¿Qué? Lo que relata la historia del nudo entre lo perdido, su presencia reforzada por la ausencia y el aferrarse a la ausencia porque no se sabe qué hacer con la presencia de algo que no es aquel que se fue sino otra cosa más difícil de encarar: los restos de su goce, las hilachas de su amor, los magullones que se hicieron al amparo del encuentro de los cuerpos, el zumbido del cuchicheo amoroso o insistente, la voz en pequeñísimos ecos desvanecientes.

Anunciar que se está de duelo no hace el duelo. Descubrir que algo se ha cristalizado, de manera rígida, transparente, tan frágil y a la vez con la solidez impenetrable de una masa de hielo, lo que lo hace tan difícil de admitir y casi invisible por ello. Por lo cual el sujeto se choca con eso una y otra vez, lo que produce nuevos magullones, heridas a veces, que son otras y encubren la del desgarro original. Original no por ser del origen sino por su novedad absoluta. Toda perdida es original, sin antecedentes aunque resignifique las pérdidas anteriores. Las re-significa, les da una significación que no tenían, porque la pérdida –última– es única.

Por otra parte, el duelo no deja de ser algo así como un juego, aunque al revés. O el revés de un juego. Porque se juega para des-hacer un objeto, para hacer con objetos que un objeto se vaya, se desprenda, deje de estar como presencia –que es lo que aterra. Lo siniestro de esa presencia es aquello con lo que no se puede jugar. El juego se realiza a partir de lo que queda fuera.

El juego es tomar pequeños objetos y armar con ellos una historia-relato-narración en la cual una pregunta encuentra, más que una respuesta, un desarrollo, un devenir. Y donde, por añadidura, se pone en juego la improvisación, la grieta que accede a hacer lugar a un sujeto (que no puede existir en lo compacto, que requiere de lo abierto).

El juego, sabemos, auxilia a formar un decir que retorna al lugar donde lo traumático es la ausencia de grieta porque todo está tomado por un evento que no cede ni pasa. Por un tiempo congelado. El juego echa a correr al tiempo, es un pasa-tiempo. También lo es el duelo. Hacer con un objeto que por no estar, más se impone pesadamente y no deja respirar ni dormir. La sombra del objeto, su oscuridad enceguecedora, eclipsante, atormentante. El tiempo que se congela sobre el rostro del que está de duelo. El duelo es también la necesidad de que el tiempo retome su paso, su andar.

¿Qué nos muestra Alejandra Pizarnik en sus juegos con la escritura? ¿A qué juega? De un modo que recuerda llamativamente a algunos otros escritores locos, especialmente a James Joyce en el Finnegans Wake, Alejandra juega a destripar el lenguaje. Ya sea por recortarlo hasta quedarse sólo con la página en blanco, o a desplegarlo, expandirlo, desgarrarlo hasta que el lenguaje muestre sus formas más burdas y más desnudas. Pizarnik juega (muy seriamente) a destruir la poesía. A enredarse con las palabras y con las lenguas, con los sonidos y sus efectos.

El duelo no es sólo para despedir a quien se fue. También es para poder convocarlo, encontrar su legado, construir una herencia. Pizarnik ¿intenta hacer de su padre un maestro? ¿Alguien que le enseñe a tejer palabras y hacer un cuerpo con el texto? Un cuerpo que sea más llevadero. ¿Un padre que no la deje tan frágil y expuesta y dominante y exigente y desesperada?

Ese padre, ¿cómo dejarlo ir? ¿Cómo quitarlo de en medio o de encima? El duelo es con ese objeto que es presencia invisible de lo ausente, presencia pesada, densa, reiterativa. Ese objeto que no sólo está. Desde su extraño e impredecible lugar, vigila, acompaña, observa, ordena en silencio, incluso parece que sus órdenes son condenas, sentencias.

El duelo enloquece, por ser el reverso de la Verwerfung: agujero en lo real que pone en cuestión todo el simbólico. Para quien está de duelo, la convivencia con fantasmas que no están en la realidad sino en lo real hace a la cotidianeidad. Son fantasmas reales porque están dotados de ese objeto agalmático, resto de lo perdido, marca de la imposibilidad de encuentro que la muerte viene a redoblar y sentenciar para siempre. La pérdida se reforma por hacerse eterna, definitiva. No porque antes no estuviera perdido, pero la presencia hacía a la posibilidad de jugar con esa pérdida una danza y una historia que la muerte concluye. Se trata, por eso, del duelo con el vacío, con lo que infla las vestimentas fantasmales.

Volviendo a Pizarnik, registramos su modo de hacer el duelo en la escritura desbordante pero no desbordada (el desborde, en todo caso, vendrá por otro lado y a pesar de esta) ni tampoco deteriorada ni degradada (la degradación también, si realmente se trata de eso, vendrá por otras vías: el amor, las demandas y su juego desoído, incomprensión de la muerte que la vida lleva y que lleva a la vida, la psiquiatrización, su propio impulso a ir hasta el fondo confundiendo el fondo con la caída, la caída con el derrumbe). Estos textos quedan inéditos. Quedan como manuscritos, con las tachaduras y correcciones. También en las cartas. Un dato importante es que Pizarnik no los destruye ni deja ningún testamente kafkiano solicitando que su albacea lo haga. No eran textos con destino de destrucción. Aunque hablen todo el tiempo de algo de la destrucción. Pero es el relato de la destrucción, su historia, trabajo con el Lógos. En la fabricación y mantenimiento de estos textos, evidentemente, Pizarnik está mucho más cerca de Joyce que de Kafka, lo supiera o no.

4. Para concluir

"La noche soy y hemos perdido. / Así hablo yo, cobardes. / La noche ha caído y ya se ha pensado en todo" (septiembre de 1972)
Alejandra Pizarnik[17]

"hablo / sabiendo que no se trata de eso / siempre no se trata de eso / oh ayúdame a escribir el poema más prescindible / el que no sirva ni para / ser inservible / ayúdame a escribir palabras / en esta noche en este mundo."
Alejandra Pizarnik[18]

En estos márgenes se despliega lo que clínicamente llamamos la locura. La de Pizarnik en este caso. Sus momentos paranoides. Los intentos de suicidio. Las crisis de desesperación, los llamados intempestivos y urgentes. También las internaciones. Su deambular allí. Sus vacilaciones ("o te rajás o te quedás"[19]) en segunda y tercera persona. Los terrores que no la dejan desplazarse. Al tiempo que sostenía proyectos editoriales, que seguía escribiéndose con varios de sus corresponsales, en distintos tonos y modos, con alternancias y vacíos, con enojos y furias y pedidos de perdón. Hasta la caída final.

La locura como estallido (aunque clínicamente no se trate de la gran crisis) no es puro desorden o perdida de orden sino más bien lo que muestra y, en cierto sentido, activa, las líneas de fuerza que dan sentido a la estructura subjetiva. Donde "estructura" se refiere al modo de constituirse un sujeto, a sus condiciones de posibilidad de existencia y subsistencia en relación a las incidencias del lenguaje y los modos de hacer con las exigencias del cuerpo.

Ese estallido implica, además, necesariamente (según los lineamientos que Freud y Lacan plantean en reiteradas ocasiones) el movimiento de reconstrucción, de re-anudamiento. Ese segundo tiempo es parte y función de la estructura como tal, no un añadido posterior. Es lo que resignifica el estallido y lo justifica.

En Pizarnik ese movimiento se realiza en y por la escritura, en estos distintos modos y vertientes. Lo cual incluye, también, sus dibujos, las formas de sus grafismos (colores, texturas, adornos, agregados, etc.) así como el uso del espacio en textos, diarios y cartas. Se podría decir que, también en este último momento de su vida, hay una puesta en escena casi circense de la escritura. En el sentido en que el circo es un espectáculo que, a diferencia del teatro, muestra el riesgo, juega con él (juega con fuego, un fuego que no es de escenografía sino real).

Finalmente, añadimos y remarcamos algunos pormenores acerca de la locura. Por un lado, que la locura es una cuestión de bordes, de márgenes, de litoral. No especialmente por ser una categoría nosológica que permite abordar lo que extralimita los márgenes de la nomenclatura habitual, ni tampoco porque nombre hechos o cuadros clínicos que se ubican entre dos o más de esos conocidos. Las locuras son marginales porque consisten en el intento de hacer un margen, de dibujar un borde, de jugar en y con el litoral. En ese estallido –que puede alternar con la rigidez infatuada– encontramos la posibilidad de leer –función del analista mediante, en transferencia– el punto débil de la estructura. Porque las locuras plasman el intento de crear un margen allí donde lo que invade, lo que se impone en lo real (ya sea por exceso o por defecto) parece y amenaza con no dejar espacio para que el decir haga sujeto, para que ese sujeto pueda jugar a tener un cuerpo, para que ese cuerpo pueda equivocar las vías del goce y así causar sus desvíos necesarios para que la vida prosiga.

Por otra parte, pensando en términos de dimensiones de la experiencia, la locura, en tanto estallido del anudamiento entre real simbólico imaginario, muestra una confusión entre esos registros. Imaginario Simbólico Real aparecen no sólo como intercambiables sino más aun como entrometidos unos en otros, encadenados más bien al modo que Lacan llamó "olímpico". Eso, recordemos, da lugar a un neurótico "irreventable", una figura semejante a la infatuación del yo. Pero también aparece como la contracara del estallido en el cual los tres registros quedarían tan sueltos que ya no se podría saber ni reconocer cuál es cada uno.

Por esto, el estudio de casos de locura como el que nos ocupa en esta ocasión, más allá de su deriva y de su "evolución", nos enseña acerca de la economía de estas vicisitudes de la estructura que está en el nudo.

Alejandra Pizarnik, a diferencia de Joyce, no pudo salvarse de su locura. No porque no haya hecho esfuerzos, severos esfuerzos, tanto que llevó su humor hasta la exasperación y el borde mismo del horror. En algún momento ese borde cedió, o algo más pasó que ella cayó por allí. O algo no contuvo más.

El caso, cada uno, uno por uno, no es un manual de procedimientos. No muestra lo que hace bien ni lo que hace mal, ni lo que es más ni menos "normal". Mucho menos es una guía para lo que hay que hacer. Al contrario, sólo da a leer algo de lo que sucedió. Nos muestra, en su particularidad y en su singularidad, un fragmento de verdad respecto de los obstáculos con que trabajamos. Los de nuestros analizantes. Los de cada cual.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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  • Schejtman, F. (2013): Sinthome: Ensayos de clínica psicoanalítica nodal. Buenos Aires, Grama, 2013.

NOTAS

  1. "Septiembre de 1972. Hallado tal cual se reproduce, escrito con tiza en el pizarrón de su cuarto de trabajo". Poesía Completa, 453.
  2. La problemática de las locuras en la enseñanza de J. Lacan ha sido el eje de proyectos de investigación UBACyT de miembros de la Cátedra 2 de Psicopatología de la Fac. de Psicología de la UBA. Sus resultados se encuentran en múltiples trabajos, entre los cuales podemos mencionar los de Muñoz (2008 y 2011) y Leibson (2009 y 2010).
  3. Hemos desarrollado esta cuestión en otro lugar (Leibson 2010) y también ha sido y sigue siendo un tema de investigación en la Cátedra 2 de Psicopatología, Fac. de Psicología, UBA. Remitimos especialmente a dos números, el 2 y el 3, de la revista Ancla, Psicoanálisis y Psicopatología.
  4. Para un completo a la vez que riguroso y claro desarrollo de esta temática remitimos a la obra de Fabián Schejtman Sinthome: Ensayos de clínica psicoanalítica nodal (Schejtman 2013).
  5. Nuestra práctica redunda en situaciones en las cuales el intento de establecer dogmáticamente un diagnóstico restringido a estas tres estructuras nos pone en aprietos. Esto no se debe a que la caracterización de las estructuras sea imprecisa o incorrecta sino a nuestros esfuerzos por reducir todo el campo de los fenómenos de la práctica a ellas tres esperando que todo encaje, que nada sobre ni nada falte. Dado que nuestra práctica es una práctica palabrera o lenguajera, al decir de Lacan, no habría manera de que semejante cosa ocurra. El hecho de que no haya relación inequívoca ni completa entre significante y significado, ya hace de por sí caduca semejante pretensión.
  6. A pesar de que el lenguaje común haga uso de esa opción –solemos decir que tal paciente es psicótico o neurótico, como si afirmáramos algo acerca de su ser en tanto esencia. Esta ontologización de las categorías psicopatológicas está obviamente en contradicción con lo que Lacan ha argumentado, de múltiples modos, acerca de lo decisivo que resulta la falta en ser, la imposibilidad de ser, en la constitución del sujeto hablante.
  7. Un litoral que es en tanto tal inasible: ¿dónde comienza la playa?, ¿dónde termina el mar? Si las olas se encabalgan, hacen litoral contra la resistencia arenosa o pedregosa del territorio.
  8. Cf. Schejtman, F. "Síntoma y sinthome", en Ancla. Psicoanálisis y Psicopatología, Revista de la Cátedra II de Psicopatología de la UBA, nº 1, 2007.
  9. Recurrir a la extensión en el tiempo –suponiendo un término "normal"– o a la intensidad de los reproches, marcan una distinción cuantitativa más que cualitativa.
  10. La "psicosis alucinatoria de deseo", cuyo antecedente es la Amentia de Meynert, a la que Freud alude varias veces, se asemeja más a un estado confusional que a una verdadera psicosis. Es propiamente un estado de enloquecimiento, que podríamos pensar como un borramiento del anudamiento entre imaginario simbólico y real y una interpenetración de los registros.
  11. Esta misma hipótesis se renueva en el texto de 1927, "Fetichismo" en el cual se relata cómo la escotomización, el rechazo radical de la pérdida de objeto puede no derivar en una psicosis, pero sí, se deja entrever, en cierta forma de locura.
  12. Viene a cuento acá recordar cómo Lacan, tal como lo señalamos en otro lugar (Leibson 2013, 13), en el escrito "De una cuestión preliminar…" realiza el deslizamiento partiendo de la Ausstossung freudiana, al rétranchement francés y de ahí a la también freudiana Verwerfung, que derivará poco después en la forclusión. Hay entre estos términos matices de significación pero también algo en común: la alusión al desgarro, a algo que es excluido radicalmente y que no se puede reducir a un rechazo o un ocultamiento.
  13. J. Allouch desarrolla este punto en su estudio acerca del duelo. Véase Allouch 1997, passim.
  14. Notemos, de paso, que acá Lacan habla de locura y no ya de psicosis, o en todo caso utiliza los dos términos de manera indistinta.
  15. Remitimos, aquí y para lo que sigue, a nuestro estudio sobre la obra y vida de Pizarnik. También a (Leibson 2015).
  16. Podría parecer un contrasentido plantear la problemática del duelo justamente en las locuras e incluso en la psicosis. Se trata de una cuestión no zanjada teóricamente, especialmente porque se conecta con la posibilidad de definir el estatuto del objeto en la psicosis –así como en las locuras– y de cómo encontramos allí la función de la castración. La práctica nos muestra que, también con respecto a este punto, no se trata de si "hay o no hay" duelo, sino de cuál es la modalidad psicótica del duelo (así como se ha podido estudiar los modos psicóticos del deseo, de la transferencia, del dispositivo analítico, etc.) Se puede apreciar que, además, estamos planteando a la locura como un modo del duelo. O sea que no sólo que lo hay sino que el duelo podría pensarse como la médula misma de lo que ocurre al enloquecer. Desde ya que esto habría que demostrarlo, y eso intenta –al menos en un comienzo– este texto. Seguramente dará lugar a futuras investigaciones. Pero nos parece una hipótesis clínica que abre una posibilidad de escucha y, por eso, de intervención analítica, de soporte del acto analítico.
  17. Poesía Completa, 448.
  18. Poesía Completa, 400.
  19. Fragmento del poema "Sala de Psicopatología".