Revista de la Cátedra II de Psicopatología | Facultad de Psicología | Universidad de Buenos Aires
ANCLA 7 - "Locuras y perversiones II"
Septiembre 2017
ELUCIDACIONES

Melancolía y perversión en André Gide

Nieves Soria

"Es necesario que ose francamente reconocerlo: es mi infancia solitaria y contrariada la que me hizo lo que soy"
(Gide citado por DELAY, 1956, T.1, 15).

1. El sujeto no deseado.

"Esta mañana, desde que desperté, tengo placer al verme en el espejo. Buen signo. Los días malos también me miro; pero me parezco odioso (GIDE, 1951, 66)"

En 1958 Lacan escribe "Juventud de Gide, o la letra y el deseo", luego de la aparición de la excelente biografía de Jean Delay, La jeunesse d'André Gide (DELAY, 1956), volviendo luego en distintos momentos de su enseñanza sobre este "caso" que, de algún modo Gide mismo propuso como tal, al plantear su obra como una tentativa de explicarse el enigma que fue para sí, sintiendo que entre las "miserias nerviosas" de sus años de crecimiento y las exigencias de su vocación había un lazo misterioso (op.cit., 15): "…ninguna obra ha sido más íntimamente motivada que la mía…y no se verá muy profundamente en ella si no se discierne esto (GIDE, 1947, 90)".

Así, según Delay, en su obra "Gide realiza una verdadera catarsis. Obtuvo a través de sus personajes una objetivación de todas sus tendencias, efectuando tomas de conciencia y transferencias (positivas o negativas) sobre sus dobles, y finalmente realizó un verdadero auto-análisis (op.cit. T.2, 646)".

El eje de las diversas referencias de Lacan a Gide se encuentra en su estatuto de sujeto no deseado, hijo de un matrimonio desgraciado orquestado por un pastor conocido de ambos padres. Su madre, exigente y puritana, a quien la sexualidad horrorizaba, lo educa en el deber, vigilándolo en cada una de sus acciones, elidiendo completamente la dimensión del deseo del hijo. Su padre, más amable y alegre, se recluía sin embargo en su escritorio desentendiéndose de André, quien se sentía "deplorablemente tímido, lleno de reticencias, paralizado por los escrúpulos (GIDE, 1955, 218)". Esta dimisión paterna marca a fuego a Gide, quien, ya octogenario, le confiesa a Jean Delay: "si mi padre se hubiese ocupado él mismo de mi educación, mi vida hubiese sido bien distinta (DELAY, 1956, 534)".

Lacan lee la prematura muerte del padre como la liberación de una alianza ingrata, que deja a André –según él mismo testimonia- a expensas de la envoltura del amor materno, que se cierra a partir de ese momento sobre él, lo que éste vive como una toma de posesión. Miller indica que en este caso se opera una disociación entre amor y deseo en el Deseo de la Madre, por lo que Gide no es un niño deseado, falicizado (MILLER, 1990, 47). En esa línea, Delay señala que André "era un chico "feo", lo que tendría poca importancia si él no hubiese tomado una conciencia excesiva de esa fealdad. Se avergonzaba del modo ridículo en que lo vestía su madre (DELAY, 1956, 225)".

Refiriéndose a Gide, Lacan planteará las "consecuencias en cascada, la desestructuración casi infinita que resulta para un sujeto del hecho, anterior a su nacimiento, de haber sido un niño no deseado (LACAN, 1998, 265)".

En su libro más autobiográfico, Si le grain ne meurt, el escritor testimonia de hasta qué punto le resulta enigmático su estatuto de sujeto no deseado, preguntándose por lo extraño del hecho de que el afecto de sus padres no le hubiese alcanzado, volviéndose mucho más sensible a la aprobación o desaprobación de su tío Alberto que a la de ellos (GIDE, 1955, 78). Asimismo afirmará ya no intentar comprender las razones por las que su madre lo puso pupilo alrededor de los trece años (GIDE, 1955, 87).

2. El padecimiento infantil

Las dificultades con el lazo social se hacen tangibles en la escolarización de André, quien se siente "estúpido" y sin respuesta al ser interrogado en clase, haciéndose echar de la École Alsacienne por masturbarse en clase, y siendo más adelante blanco de las burlas y crueles maltratos de sus compañeros, temiendo su muerte y enfermando a consecuencia de ello. Gide se libra de la persecución de la que era objeto por parte de sus compañeros cayendo en la enfermedad, encontrando al salir de la misma una solución para no volver a retomar normalmente sus estudios, simulando crisis de tipo neurológicas, en las que él mismo no llega a distinguir qué de eso le ocurría verdaderamente y qué era producto de su teatralización, cuadro que se agrava a partir de la muerte de su padre.

La infancia de Gide está atravesada por un "aburrimiento sin nombre". Se despreciaba y odiaba, hubiese querido dañarse (GIDE, 1955, 326). Comía poco, llegando a padecer un franco estado de anorexia, también dormía mal, llegando al insomnio. La anorexia se extendía desde los alimentos hasta la vida entera: no sentía gusto por nada[1].

Gide describirá este estado como una melancolización: "Durante las crisis de depresión, que conocí demasiado, me avergüenzo de mí, me desautorizo, reniego de mí y voy escondiéndome como un perro herido (GIDE, 1955, 327)."

Asimismo, padecía de "Crisis de terrores nocturnos y terribles pesadillas de las que se despertaba sobresaltado y sudoroso; ciertas extrañezas en sus juegos; una timidez que lo volvía "estúpido" en clase ante los demás; precoces hábitos onanistas que lo hicieron echarse de la École Alsacienne; perturbadoras ensoñaciones solitarias construidas sobre fantasmas perversos; crisis de angustia y de "sofocación profunda"; a los once años, crisis nerviosas prolongadas durante varias semanas; dolores de cabeza con el esfuerzo; insomnios, cansancios inexplicados y súbitos desfallecimientos que lo obligaron a interrumpir los estudios; una irregularidad general de los ritmos; un episodio de anorexia nerviosa; un estado obsesivo de inseguridad, duda e irresolución (DELAY, 1956, 213-214)".

Lacan se detendrá en la singularidad de los fantasmas de Gide, fantasmas que pasan de la madre al niño, habitados por la muerte, situando en ellos la sede de un goce que el sujeto extraerá de lo más real de su melancolía, el dolor de existir, transformándolo en el erotismo masturbatorio, nudo de su sexualidad. Articulará así la pesadilla que lo perseguirá hasta el fin de sus días, dejándolo "desolado la aparición en la escena de una forma de mujer que, caído su velo, no deja ver más que un agujero negro, o bien se sustrae a su abrazo como un flujo de arena (LACAN, 1958, 730)" con el abismo que se abre como respuesta en su goce primario, donde las situaciones que lo conducen al orgasmo (la destrucción de un juguete querido, los platos rotos al ser cosquilleada una sirviente, la metamorfosis de Gribouille de niño maltratado por sus semejantes en rama a la deriva en el agua) son "formas de entre las menos humanamente constituidas del dolor de la existencia (LACAN, 1998, 266)".

En su infancia se instalan también en él unos accesos de angustia masiva que logrará domesticar hasta trocar su signo. La primera ocasión es al enterarse de la muerte de un primito. Cuando comprende que está muerto, un océano de tristeza lo invade. Lo que lo hacía llorar no era su muerte, sino una angustia indefinible. Más tarde, leyendo a Schopenhauer, le pareció reconocerla. Fue su primer Schaudern.

El segundo es aún más extraño para él, ocurriendo poco después de la muerte del padre, a sus once años. Estaba solo con su madre. De golpe se descompone, cayendo en sus brazos, llorando, convulsionado, siente nuevamente esa angustia inexpresable, señalando que estaba menos triste que espantado. Se siente "forcluido", separado de los otros. Con desesperación dice a su madre: "¡No soy como los demás!, ¡no soy como los demás!" (GIDE, 1955, 132).

El tercero ocurre en su adolescencia. La madre le había advertido sobre el peligro de un pasaje concurrido por prostitutas por donde volvía del colegio un compañero, sugiriéndole ponerlo sobre aviso; cuando André lo hace, de golpe lo invade "una cosa enorme, religiosa, pánica, como cuando murió su primito" o cuando se había sentido "separado, forcluido. Parecía un loco (op.cit, 193)".

El fuerte y persistente padecimiento infantil encuentra un punto de inflexión en la adolescencia, entre los trece y los diecisiete años, época en la que André Gide comienza a tejer su solución sinthomática como una única trama en la que –a diferencia de Joyce, para quien el amor carnal por Nora y su obra constituyen soluciones que no parecen tocarse una con otra- el amor místico por su prima y su obra se entretejen hasta indiferenciarse.

3. Un comienzo de solución

En efecto, a los trece años Gide encuentra "el oriente místico de su vida" al decidir unir su destino al de su prima Madeleine, entonces de quince años, luego de encontrarla desecha de dolor al descubrir el secreto de los amoríos de su madre. Delay señala que la ebriedad por lo sublime que sintió entonces, "ebrio de amor, de piedad, de una indistinta mezcla de entusiasmo, de abnegación, de virtud", fue un instante lírico que se inscribe a continuación de los schaudern de su infancia (DELAY, 1965, 361). Agregaría que no es sólo una continuación, sino un comienzo de solución, por el que el sentirse diferente de los demás virará hacia la creencia en ser un elegido, la que tomará en primer lugar una vía mística, para decantar luego en su vocación de escritor.

A los quince años ve descender hacia él una cosa dorada, como un pedazo de cielo que agujereaba la sombra, que se aproxima a él y se posa sobre su gorro, a la manera del Espíritu Santo. Era un canario. Siente la entusiasmante seguridad de haber sido celestialmente designado por el pájaro, creyendo ver nacer en él una vocación de orden místico. Le dice a la madre: "¿No entendiste que soy elegido?" (GIDE, 1955, 185).

Esta solución se develará como un tratamiento de su goce melancólico. A partir de entonces, Gide testimonia de que los accesos de schaudern, lejos de volverse menos frecuentes, se aclimataron, pero temperados, domesticados, de suerte que aprendió "a no temerles, como Sócrates a su demonio familiar". Comprendió pronto que la ebriedad sin vino no es otra cosa sino el estado lírico, y que el instante feliz en el que ese delirio lo sacudía era aquél en que Dionisios lo visitaba (GIDE, 1955, 194).

Asimismo, como tendremos oportunidad de considerar más adelante, hará de sus futuros accesos melancólicos la estofa misma con la que urdirá la trama de su obra.

4. La escisión del yo

Lacan planteará que "Esa Spaltung o escisión del yo, en la que se detuvo la pluma de Freud in articulo mortis, parécenos que es aquí, por cierto, el fenómeno específico" (LACAN, 1985, 731).

Con esta indicación lee la lógica de la biografía de Delay, quien destaca una duplicidad singular en el niño Gide, división que se resolverá a través de la creación de dobles (sus dobles literarios, protagonistas de sus obras, pero también Madeleine -su idea, su imagen ideal- como el doble de sí que lo sostiene en la vida). La indicación de Lacan orienta la lectura de esa duplicidad no en términos de división subjetiva, sino de una escisión en el yo.

Freud define a la escisión del yo como el resultado de una singular solución a un conflicto: la respuesta con dos reacciones contrapuestas, ambas válidas y eficaces. Si bien la califica de hábil solución a la dificultad, en tanto ambas partes en disputa (pulsión y realidad objetiva) reciben lo suyo, subraya que el resultado se alcanza "a expensas de una desgarradura en el yo que nunca se reparará, sino que se hará más grande con el tiempo. Las dos reacciones contrapuestas frente al conflicto subsistirán como núcleo de una escisión del yo" (FREUD, 1940, 275-276).

Esta escisión se verifica en primer lugar en la creencia del niño Gide en la existencia de una segunda realidad, distinguible tanto de la realidad misma como de los sueños, que se precisa y afirma por la noche (GIDE, 1955, 27). Sin duda no es casual que para este niño estragado por su madre, su padre mismo -usualmente retirado en su escritorio- formara parte de esta segunda realidad. También en la inquietud, que lo acompañó toda la vida, por sentirse extraño y como extranjero no sólo para los demás sino también para sí mismo; un misterio indefinible lo perturbaba, lo envolvía y tendía un velo sobre la realidad. Su duplicidad lo empujaba a la búsqueda de su sombra haciéndolo dudar de no ser él mismo la sombra de una sombra, de haber perdido su yo (DELAY, 1965, t.1, 556/557).

Con el tiempo la escisión se manifestará en una tendencia a desdoblarse entre actor y espectador en las situaciones que lo comprometían emocionalmente. Así, relata una ocasión en la que el cochero casi es arrollado por el carro en el que viajaba: asiste a todo esto como a un espectáculo por fuera de la realidad; no puede tomarlo en serio, estaba como en un espectáculo, simplemente divertido. Al respecto dice Gide: "Ese día descubrí la ironía" (DELAY, 1956, T.1, 421).

También ante la muerte de la madre se desdobla en actor y espectador, asistiendo como a un espectáculo por fuera de la realidad. En Ainsi soit-il… precisará: "… es aquel mismo que actúa, o que sufre, el que no se toma en serio. Creo incluso que, en el momento de mi muerte, me diría: "¡mirá!, se muere" (op. cit., T.2, 502).

Un alcance estructural y estructurante del nudo gideano de la escisión afectará al amor y al deseo, a distinguir de la clásica generalizada degradación de la vida amorosa en el hombre. Gide llamará la atención sobre una temprana y profunda "incapacidad de mezclar el espíritu y los sentidos, que pronto se volvería una de las repugnancias cardinales de su vida" (GIDE, 1955, 173). Quedará para siempre escindido entre el ideal del ángel, encarnado por Madeleine, emblema de la virtud, imagen ideal a la que dirigirá un amor místico, despojado de deseo, y un deseo que por momentos se volverá demoníaco, empujándolo a la práctica perversa pedófila.

Lacan distinguirá, como Freud para Leonardo, dos madres: la del amor (ese amor identificado a los mandamientos del deber que encarnará Juliette Rondeaux, madre de Gide), y la del deseo, que encarnará su hermana Matilde (madre de Madeleine, llevará una escandalosa vida sexual con múltiples amantes), quien realiza una tentativa de seducción sobre su sobrino. Lacan señalará que "El criptograma de la posición de objeto amado en relación con el deseo está allí en su duplicación de nuevo aplicada sobre sí misma. La segunda madre, la del deseo, es mortífera y eso explica la desenvoltura con la que la forma ingrata de la primera, la del amor, viene a sustituirse a ella, para sobreimponerse sin que se rompa el encanto, a la de la mujer ideal" (LACAN, 1958, 735).

Miller, por su parte, extenderá la escisión a la consideración del estatuto del falo en Gide, planteando que, en tanto el Deseo de la Madre no se articula con el falo, los dos elementos de la función de la castración (-ϕ) se escinden, quedando por un lado el (-) como falo muerto –al que se identificará Gide-, y por otro lado el ϕ jugando su partida solo en el erotismo masturbatorio con muchachos (MILLER, 1991, 62).

Delay planteará que este hombre dividido, que desea muchachitos que no ama mientras ama a una mujer a la que no desea, supo volverse un artista único haciendo de su obra la experiencia de sus contradicciones (op. cit., 634-636), por lo que la misma, como consideraremos más adelante, se verifica una solución sinthomática en tanto viene a reparar el lapsus del nudo exactamente en el lugar que se ha producido, operando la escisión del yo.

5. El erotismo masturbatorio

"El niño Gide, entre la muerte y el erotismo masturbatorio, del amor no tiene más que la palabra que protege y la que prohíbe; la muerte se ha llevado, con su padre, la que humaniza el deseo. Por eso el deseo está confinado, para él, a la clandestinidad" (LACAN, 1958, 732).

Sin duda no es casual que Si le gran ne meurt se abra con una escena de la temprana infancia en la que Gide y otro niño se esconden bajo una mesa cubierta por un mantel, haciendo ruido con los juguetes ocultando su verdadera diversión: la masturbación uno al lado del otro (GIDE, 1955, 10-11), ya que la práctica onanista se encuentra en el centro de la vida de Gide, invadiendo su infancia de modo compulsivo, al punto de hacerse echar de la escuela al no poder retenerse en clase. Gide vivirá este goce como enigmático, perturbador, llamando la atención sobre el hecho de que los desnudos no lo invitaban al placer, siendo los temas de excitación sexual muy otros: una profusión de colores o de sonidos extraordinariamente agudos y suaves; la idea de la urgencia de algún acto importante que se espera de él, que no hace y que en lugar de realizar imagina; la idea de destrucción, bajo la forma de un juguete querido que deterioraba, y finalmente sus dos grandes temas de goce: Gribouille, cuento de George Sand en el que un niño se tira al agua para escapar de sus hermanos que lo maltrataban, transformándose en una rama, y un pasaje de Les dîners de mademoiselle Justine en el que los domésticos se divierten en ausencia de sus patrones y rompen toda la vajilla. En su interrogación de este goce señalará como llamativo no encontrar "ningún deseo real, ninguna búsqueda de contacto (GIDE, 1955, 60-61)".

Si bien el erotismo masturbatorio lo acompañará toda su vida, el mismo irá encontrando un fantasma que adquiririá fijeza en la imagen de unos niños alegres, despreocupados, bronceados, bañándose.

4. La elección narcisista

"Ante mis ojos se balanceaban, primero indecisas, las formas suaves de chicos que jugaban sobre la playa y cuya belleza me persigue; hubiese querido bañarme también, cerca de ellos, y sentir con mis manos la dulzura de sus pieles bronceadas. Pero estaba solo; entonces me estremecí y lloré la fuga inaprehensible del sueño" (DELAY, 1965, T.1, 526-527).

Ya en su infancia André queda fascinado en un baile escolar de disfraces ante la imagen de un compañero disfrazado de diablillo que saltaba y hacía acrobacias, como ebrio de éxito y alegría, mientras él, mediocremente disfrazado por su madre, se sentía feo, miserable (GIDE, 1955, 87).

Así, la imagen del chico despreocupado, divertido, salvaje, que no piensa, que merodea por las rutas y se sumerge en cuanta fuente de agua encuentra, con el rasgo de la piel bronceada o marrón como condición absoluta se va perfilando como objeto fantasmático en la elección narcisista de objeto por la vía de lo que se quisiera ser.

En Les cahiers de André Walter, cuando el protagonista evoca mujeres "sobrenaturalmente perversas", sus representaciones le dejan la carne triste, indiferente, no sabiendo qué hacer con las bacantes si se presentaran. En contrapartida, una ensoñación menos deprimente lo encanta, aguijoneando su carne: "chicos bañándose y sumergiendo sus torsos frágiles, sus miembros bronceados… Me agarraban rabias por no ser uno de ellos, esos bribones de las grandes rutas que merodean todo el día al sol… y que no piensan".

Por esta vía se establecerá en Gide una práctica perversa que se verificará un reverso de su estatuto de sujeto no deseado –en ese punto identificado con Gribouille, despreciado y maltratado por sus pares-, cuyos "objetos electivos de deseo no serán ni mujeres, a sus ojos o sagradas o vulgares, ni hombres, ya que la fuerza viril le provocaba horror, sino niños o adolescentes de sexo masculino. Era un verdadero pedófilo. Aún era condición la piel marrón. El agua era también un elemento de su voluptuosidad y el tema de los niños bañándose lo perseguirá hasta su vejez. Se recordará la emoción voluptuosa que despertaba en él la imagen de Gribouille flotando en el río" (op. cit., 537-538).

Así, la temprana escena de masturbación desembocará en una práctica sexual que André Gide definirá como "un placer frente a frente, recíproco y sin violencia, y que a menudo el más furtivo contacto satisface" (op. cit., 346).

Esta elección de objeto narcisista se presenta como la contrapartida exacta de su soledad, su dificultad con el lazo, el no ser como los demás, e incluso su ser de intelectual que, en tanto tal, se experimenta separado de la vida, puro pensamiento. En este punto encontramos uno de los recursos fundamentales para el sujeto melancólico, quien al no contar con el operador estructural de la castración simbólica suele refugiarse en la relación con la naturaleza, que pasa a encarnar el ideal de la ausencia de falta simbólica[2]. De allí la búsqueda posterior de Gide en sus viajes a Argelia, donde se iniciará sexualmente, pudiendo obtener algún goce, incluso eventualmente con alguna mujer, a condición de que nada intelectual se mezclara en ello.

La dimensión narcisista de su posición se define en el Tratado de Narciso, quien, nacido por generación espontánea, no se deja distraer por las parejas perdidas en sus besos. Quiere ignorarlos, ya que sabe que esos temibles abrazos desembocarán en la reproducción de otro ser también incompleto y que no se bastará. Quiere bastarse, encontrar en sí mismo su propio fin (GIDE, 1948).

5. La intromisión del adulto

El punto de viraje por el que ese fantasma que acompañó tempranamente su goce devino en una práctica perversa pedófila es el signo de "la intromisión del adulto" (LACAN, 1958, 733), que Lacan encontrará en la escena de seducción por parte de su tía, relatada por Gide en La porte étroite. Lacan vuelve una y otra vez sobre la dimensión inaugural de dicha escena, en tanto en ella "por este sesgo en lo imaginario, se convierte en el niño deseado, es decir en aquello que le faltó, en la relación insondable que une al niño a los pensamientos que han rodeado su concepción…" (LACAN, 1958, 733-734). Indicará que en consecuencia "Se enamora para siempre, y hasta el fin de su existencia, de aquel niño que fue por un instante en brazos de su tía" (LACAN, 1998, 267-268). Lacan llamará la atención sobre el hecho de que las caricias que acompañan su erotismo masturbatorio en su práctica pedófila conciernen las mismas zonas del cuerpo (cuello, hombros, brazos) que estuvieron en juego en la tentativa de seducción por la tía. En esta vertiente su perversión se verifica como una suplencia de la ausencia de un Deseo de la Madre que coloque al niño en el lugar de falo, indicando que en ese lugar o bien se establece el Ideal del yo, o bien la perversión:

En el Seminario 19 Lacan retomará este fundamento de la perversión gidiana: "Su asunto es ser deseado. Hay personas a las que eso les ha faltado en su temprana infancia, el ser deseados. Eso los impulsa a hacer cosas para que eso les ocurra más adelante" (LACAN, 2011, 72). A esta altura de sus elaboraciones sobre la perversión reconducirá el signo de la intromisión del adulto a la posición del perverso como instrumento del goce del Otro: "Allí donde el Otro toma forma, él tenía una noción totalmente especificada, era que el placer de ese Otro era perturbar el de todos los pequeños. Ahí había un punto de molestia que lo salvaba evidentemente del abandono de su infancia… Dios, es justamente éste el que perturba el placer de los otros. Incluso es lo único que cuenta" (op. cit., 73).

6. Una particular relación con el objeto

En el Seminario 6 Lacan Lacan planteará que el perverso trata el corte, la hendidura, por medio de identificaciones imaginarias, subrayando que se trata de una estructura en la que la topología del objeto malo es esencial, poniendo el acento en la relación del perverso con un objeto interior que está en el corazón de algo, deteniéndose en el episodio de la bolita narrado por Gide en Si Le grain ne meurt (LACAN, 2013, 545-548). Siendo niño encuentra en una casa de verano una bolita que su padre había escondido dentro de un nudo de la madera a su misma edad. Se deja crecer la uña del dedo meñique de un año al siguiente para poder extraerla. Cuando lo hace, permanece algunos instantes contemplando en el hueco de su mano esa bolita gris, ahora igual a todas las bolitas, que no tenía ya ningún interés a partir del instante en que había salido de su escondite, devolviéndola entonces avergonzado a su lugar (GIDE, 1955, 56).

Cabría preguntarse si esta singular manipulación del objeto, en la que también se detiene Lacan al interrogar la práctica sadeana sobre el cuerpo de la víctima en "Kant con Sade", no indicaría la vertiente perversa de una pregunta que atañe directamente a su ser de objeto a, en un borde estructural con la melancolía.

7. De un límite que no es fálico

Si bien el goce gideano, orientado por un verdadero horror a las mujeres, se centra de un modo casi exclusivo en el órgano fálico, no por ello se encuentra regido por la lógica falo-castración que enmarca la sexualidad normâle o normamacho. Por el contrario, en diversas ocasiones Gide testimonia del enigma que es para él su goce sexual. En la primera oportunidad en que tiene sexo con un muchachito queda en un estado de "júbilo estremecido", alcanzando la voluptuosidad cinco veces a su lado, pero reavivando numerosas veces su éxtasis hasta la mañana siguiente. Dice entonces: "Sobrepasé una medida, y es en lo que le siguió a ello que para mí comienza lo extraño: por más ebrio y agotado que estuviese no tuve descanso hasta que empujé el agotamiento aún más lejos (…) Luego experimenté a menudo hasta qué punto era vano intentar moderarme, a pesar del consejo de la razón, la prudencia; cada vez que lo intenté, me hizo falta luego, y solitariamente, trabajar en ese agotamiento total fuera del cual no experimentaba ningún respiro… Sé que deberé quitar la vida sin haber comprendido nada, o muy poco, del funcionamiento de mi cuerpo" (GIDE, 1955, 340-344).

Miller planteará que el goce gideano no es el goce del Uno, y que para él el goce masturbatorio es propiamente oceánico, ya que con el goce del idiota llega a hacer el goce de la loca (MILLER, 1990, 83).

En este tratamiento del goce se verifica cierto anudamiento entre perversión y locura: "No soy feliz en el goce y satisfecho con él más que si lo gusté hasta la locura. Muchas veces me estremecí de miedo por haber ido demasiado lejos. Hay que poder volver. Se entiende que llamo goce a toda emoción, así fuese dolorosa" (DELAY, T.2, 88).

8. El amor embalsamado

"Edgard Poe me gusta más ahora que siento que le gusta a ella; Morella, te aseguro, es ella" (Carta a Paul Valéry en 1982, citada por DELAY, 1965, T.1, 467).

Es interesante la función fundamental en su perversión que Lacan le atribuye a la relación de André Gide con su prima en el Seminario 5, indicando que sólo logra ocupar un lugar en el vértice N del triángulo imaginario a través del doble que constituye Madeleine para él: "La perversión de André Gide consiste en lo siguiente, que ahí, en N, sólo se puede constituir diciéndose perpetuamente –sometiéndose a aquella correspondencia que para él es el corazón de su obra- siendo aquel que se hace valer en el lugar ocupado por su prima" (LACAN, 1998, 268).

En efecto, en su primera obra, Les Cahiers d'André Walter, Gide hace referencia a la función de nudo que cumpliría Madeleine (Emmanuèle en dicha obra) para él hasta su muerte: "A todos lados me acompañaba Emmanuèle" (GIDE, 1955, 210). Asimismo, tras su muerte testimonia de hasta qué punto su amor por ella se había entrelazado con su obra: "No puedo imaginarme sin ella; me parece que, sin ella, jamás hubiese sido nada. Cada uno de mis pensamientos nació en función de ella. ¿Para quién, que no fuese ella, hubiese sentido la urgente necesidad de explicarme?" (GIDE, 1947, 85)

Pero, a diferencia del anudamiento entre Joyce y Nora -de cuya dimensión fuertemente erótica dan cuenta sus cartas-, se trata en este caso de los nudos místicos del amor cortés, llegando Gide a compararse en este punto con Dante: "Pues todo el esfuerzo de mi cariño no me llevaba tanto a aproximarme a ella, cuanto a aproximarla a la figura ideal que yo inventaba…y no me parece que Dante obrara de manera distinta con Beatriz" (GIDE, 1947, 35). En su amor por Madeleine Gide es un verdadero platónico, cautivado por el εἶδος, y también aquí se opera una unificación entre su amor y su obra, que en gran medida –ya que aquí también estará actuando la escisión estructural, en la que a partir de determinado momento su perversión tomará la delantera, intrincándose en su nudo y produciendo textos absolutamente irónicos, como Paludes- se enmarca dentro de la escuela simbolista, de inspiración platónica.

Prueba de ello es que, si bien en una época Gide se interesó por el psicoanálisis y llegó a analizarse un tiempo, declaró ante Jean Delay haber encontrado más verdad acerca de sí mismo en los desarrollos de Denis Rougemont acerca del amor cortés en Amor y Occidente, que en el psicoanálisis.

No es casual que Gide se comprometa con Madeleine muy poco tiempo después de la muerte de su madre, que vive de un modo desafectivizado, como un espectador, entrando en una suerte de trance maníaco, viviendo luego un tiempo de "ebriedad moral" que lo invitaba a los actos más inconsiderados, habría donado su fortuna entera, se habría donado él mismo. Se sentía como un prisionero que encuentra bruscamente la libertad, un barrilete al que le hubiesen cortado la cuerda, a un barco la amarra, que reencuentra en Madeleine: "Sólo me quedaba el amor por ella para aferrarme, mi voluntad de casarme con ella era lo único que orientaba mi vida. Cuando le pedí su mano la miraba más a ella que a mí mismo. Una fatalidad me conducía, quizás también la secreta necesidad de desafiar mi naturaleza, ya que lo que amaba en Emmanuèle era la virtud misma" (GIDE, 1955, 367/369).

Así, Madeleine viene exactamente al lugar que ocupaba su madre: "En el sueño sólo la figura de mi mujer se sustituye a veces, sutilmente y como místicamente, a la de mi madre, sin que esté muy sorprendido… El rol que uno u otra juegan en la acción del sueño es más o menos la misma, es decir un rol de inhibición" (DELAY, 1965, t.1, 515).

Lacan señala que es esa constitución como personalidad en Madeleine lo que coloca a Gide respecto de ella en una dependencia mortal, dando lugar a lo que llamó "un amor embalsamado contra el paso del tiempo", al no interferir la dimensión del deseo en el mismo. ¿Qué es un amor embalsamado sino un amor muerto, un amor que sólo se realiza en la muerte?: "Amar sólo por el alma un alma que te ama igual, y que las dos, vueltas tan iguales por una lenta educación, se hayan conocido hasta confundirse… el cuerpo más bien las molestará, ya que habrá otros deseos… Luego llega la muerte a liberarte. Y, como el alma es inmortal, los queridos amores continuarán… Ella muere; entonces él la posee" (DELAY, 1965, T.1, 499). Es la dimensión mortífera del narcisismo la que envuelve el encantamiento: a André Walter lo irritaba que Emmanuèle no sea semejante, exactamente semejante a él. "… te sentí mujer y sufrí por ello" (op. cit., 496). El amor de Gide por Madeleine es un amor que ataca la alteridad de lo femenino: "Mi ausencia de curiosidad por el otro sexo era total; si hubiese podido descubrir todo el misterio femenino en un gesto, ese gesto no lo hubiese hecho de ningún modo" (op. cit., 356/357).

Es bajo el imperio de este amor muerto que Gide identificará a su mujer con Morella, personaje de un cuento de Poe que comparte sus rasgos con Madeleine: es culta, extraña y mística, mientras que el narrador experimenta sentimientos extraños e indefinibles por ella, quien logra la inmortalidad del alma y después de la muerte sería amada por un amor perfecto y puro.

"Por la misma razón de que nada carnal se había mezclado nunca a mi devoción por ella, ésta no podía dejarse alterar por las degradaciones impuestas por el tiempo; de modo tal que nunca amé más a Madeleine que cuando, envejecida, curvada, sufriendo de llagas varicosas en las piernas que me permitía curar, casi inválida, se abandonaba por fin a mis cuidados, dulce y tiernamente agradecida" (GIDE, 1947, 62).

Antes del casamiento Gide consulta con un médico a causa de sus tendencias pedófilas, a lo que éste responde ingenuamente que con el casamiento el instinto natural encontraría su cauce. Ya octogenario, confiesa a Jean Delay que al comienzo de su matrimonio había intentado el acto sexual con Madeleine, encontrando sólo la impotencia. A partir de entonces Gide pasa a vivir su escisión como un desgarro:

"Lo que temo que ella no haya podido comprender es que precisamente la fuerza espiritual de mi amor, era lo que inhibía todo deseo carnal. Pues bien pude probar, en otras circunstancias, que no era incapaz de vigor –hablo del vigor que procrea-, pero a condición de que nada intelectual o sentimental se mezclase a él (…) El amor me exaltaba, es verdad; pero, a despecho de lo que había predicho el médico, no trajo en absoluto, con el matrimonio, una normalización de mis deseos. A lo sumo obtenía de mí la castidad, en un costoso esfuerzo que sólo servía para mayor desgarramiento. Corazón y sentidos me descuartizaban" (GIDE, 1947, 44-46).

9. Dos pérdidas que desencadenan

Et nunc manet in te es un largo lamento, atravesado por dos pérdidas que se continúan una en la otra, dejando a André Gide aplastado por el peso del dolor, de la culpa y los autorreproches, que insisten en un franco desasimiento de la pulsión de muerte. Como señala Lacan, el título mismo evoca un castigo, aquél debido al resentimiento de Eurídice por haberla condenado Orfeo a regresar a los infiernos al darse vuelta a mirarla: "Pena y respeto. Y ahora, Orfeo, permanece en ti" (LACAN, 1958, 738).

La primera de dichas pérdidas ocurre cuando Madeleine quema las cartas que él le había escrito, luego de ser abandonada por él, quien había partido a un largo viaje con un amante, el cineasta, Marc Augé. Lacan plantea que aquello que mueve a Madeleine a realizar este acto de "una verdadera mujer", comparándola con Medea, es que en la relación de Gide con este joven estaba en juego el amor: "El amor, el primero al que accede fuera de ella este hombre cuyo rostro la ha traicionado cien veces la fugaz convulsión…(LACAN, 1958, 740)".

Gide lanza un gemido en el que "brama el despojo de ese doble de sí mismo, por lo cual las llama su hijo" (op. cit., 740), operándose en él una verdadera melancolización: "…el dolor me despierta en mitad de la noche y entonces creo enloquecer (…) Desde entonces, ya nunca más recobré realmente el gusto por la vida; o, al menos, hasta mucho más tarde, hasta que comprendí que había recuperado su estimación; pero aun entonces no me incorporé realmente a la ronda, y sólo vivía ya con el sentimiento indefinible de agitarme entre apariencias –entre esas apariencias que llaman realidad- (…) verdaderamente, durante aquellos atroces días, dejé de vivir; fue entonces cuando me despedí" (GIDE, 1947, 75-89).

Lacan lee aquí "ese cambio fatídico por el que la carta [la letra] viene a tomar el lugar de donde se ha retirado el deseo" (LACAN, 1958, 742), situando así en esas cartas cierta intervención de la pulsión de vida en el lazo con Madeleine, la que desaparece con la desaparición de las mismas, provocando la desmezcla pulsional y la consiguiente melancolización.

La segunda pérdida es la muerte de Madeleine, que, al contrario de lo que ocurre con la de su madre, desencadena una letanía de autorreproches:

"Sólo mucho más tarde, cuando hacía ya largo tiempo que, con una atroz inconsciencia, le había infligido las heridas más íntimas y los golpes más mortales, comencé a comprender cuán cruelmente había podido yo herir, o maltratar a aquella por quien estaba dispuesto a dar la vida. A decir verdad, mi ser sólo podía desarrollarse hiriéndola" (GIDE, 1947, 42).

Así como el doloroso testimonio de quedar atrapado en un abismo mortal:

"Desde que ella se fue, apenas si he simulado vivir, sin poner ya interés en nada, ni en mí mismo; sin apetito, sin gusto ni curiosidad ni deseo, y en un desencantado universo; sin más esperanza que la de salir de él (GIDE, 1947, 93)".

Sin embargo, el desencadenamiento no es total en tanto Gide con su escritura opera una transferencia de ese dolor a la letra.

10. La función de la obra

"El artista debe, no contar su vida tal como la ha vivido, sino vivirla tal como la contará" (GIDE, 1951, 42).

Propongo situar el lapsus del nudo en el caso de Gide entre real e imaginario, por donde podría soltarse lo simbólico, lo que ocurre en ciertos momentos de su infancia, en la que no contaba más que con la simulación de enfermedad como recurso. Tanto sus schauderns como el odio de sí, la anorexia y la "estupidez" son fenómenos que dan cuenta del desprendimiento de dicho registro, prevaleciendo en la infancia la tendencia a la identificación con el objeto a como resto, como desecho, en un aplastamiento del registro imaginario por el registro real[3]. Sin embargo, ya en su infancia la escisión se manifestará fundamentalmente en la posibilidad del mantenimiento, junto a la experiencia de identificación con el a ("no soy como los demás"), de i( ), un imaginario vacío que se hará presente en el fenómeno de la segunda realidad. Es a partir del encuentro del "oriente místico" de su vida en el amor por Madeleine que Gide comienza a construir una solución por la que la función de la letra realiza una costura entre ese imaginario vacío y la experiencia de su ser de resto, que se plasmará en el destino trágico de sus dobles literarios: "En su infancia no encontró todavía ese tutor, esa idea fija que encontrará más tarde en la exigencia de un ideal de artista al que subordinará todo" (DELAY, 1965, T.1, 243).

Su obra se teje con las dos vertientes de su escisión, prevaleciendo en un primer tiempo el ideal místico para comenzar luego a afianzarse cada vez más la reivindicación de un goce que toma para el autor ribetes demoníacos.

Gide testimoniaba de su enorme dificultad para enfrentar la vida: "Tengo miedo de la vida objetiva y retrocedo ante toda sorpresa, demanda o promesa que me realiza. Tengo terror de la acción y sólo me siento cómodo en la vida impersonal, desinteresada, subjetiva, del pensamiento" (DELAY, T.1, 556). Así, al enmarcar el primer tiempo de su obra dentro de las doctrinas de la escuela simbolista, guiado por su admiración por Mallarmé, transforma esta dificultad en un ideal: "El Narciso era un tratado del solipsismo y un elogio de la vida puramente contemplativa, El viaje de Urien un tratado de la vanidad de la existencia, y La tentativa amorosa un tratado de la vanidad del amor. Estas tres obras eran totalmente características de un rechazo de la vida por el recurso al sueño y al arte, evasiones simbólicas que ilustraban las doctrinas de la Escuela (DELAY, 1965, T.2, 260).

Así, Gide hace de su obra un sinthome reparador del lapsus de su nudo, llegando a decir que si se le hubiera impedido hacer su obra se hubiese suicidado, ya que ella era su verdadero amor, su única religión (op. cit., T.1, 643), indicando hasta qué punto lograba transformar su padecimiento en obra, tal como escribía a Marcel Drouin: "Esta angustia (horrible por momentos), este desconcierto de todo el ser, este desamparo, esta desposesión, ciertos días (los buenos) la considero como la gestación del nuevo libro que se prepara" (ibíd., 656). En esta perspectiva de alejamiento del simbolismo, Gide inicia otras búsquedas estéticas, que se verificarán también como soluciones a su dolor de existir, llegando a escribir que sufría de un estado de extrañamiento, especialmente cerca de los suyos, que lo hubiese conducido al suicidio si no hubiese podido describirlo irónicamente en Paludes (GIDE, 1955, 319). En este camino Gide llega a pretender abdicar la razón, encontrar sagrado el desorden de su espíritu, pero el sentido crítico permanecía demasiado vigilante para que esta tentativa dionisíaca pudiese triunfar: "No, Gide no se juega entero en esa partida, sólo juega en ella una parte de sí mismo, es por lo que no es tan trágica sino muy literaria: permanece desdoblado entre actor y espectador, y el espectador vigila al actor; está "lo suficientemente loco para ser poeta" (DELAY, 1965, T.2, 622).

Delay señalará que pocos seres como Gide habrán identificado su personalidad con un personaje, es decir, según la significación antigua y teatral de la palabra persona, a un rol. Concibió ese rol como aquel de un artista apasionadamente consagrado a la realización de una obra única (op. cit., 641).

Es interesante cómo, interrogado acerca de la clave de su obra, Gide responde sin pensarlo: "todos debemos representar" (GIDE, 1955, T.1 273). Esta clave retoma así la vertiente del imaginario vacío que lo habitaba, "forzado a representar ante los demás una comedia de alegría, de regocijo… mientras siento que toda dicha real se enfría lentamente en mi corazón" (citado por DELAY, 1956, T.1, 87), haciendo del mismo una herramienta literaria.

En esta herramienta juega un papel fundamental la creación del doble literario, en el que deposita su locura melancólica: "… empujando a ese doble delante de mí, me aventuraba a seguirlo, y es en su locura que me preparaba para hundirme". Así, Delay señala que Walter es un doble del yo adolescente de André Gide, así como Boris Lapérouse es un doble de su yo infantil. Boris se suicida y Walter enloquece, mientras que Gide se salva (ibíd, 566).

Esta operación constituye una liberación del "peso moribundo" de su melancolía, abriéndole el camino a períodos de manía:

"Saltando fuera de mi héroe, y mientas que él se hundía en la locura, mi alma, por fin liberada de él, de ese peso moribundo que arrastraba hacía mucho tiempo con ella, entreveía posibilidades" vertiginosas (GIDE, 1995, 247).

Como señalamos anteriormente, también la escritura se verifica el recurso único de transferencia de goce a la letra como tratamiento de la melancolización posterior a la muerte de Madeleine: "La obra de arte es un equilibro fuera del tiempo, una salud artificial" (GIDE, 1951, 94).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

  • DELAY, J. (1956). La jeunesse d'Andre Gide. París, Gallimard, 1992.
  • FREUD, S. (1940) "La escisión del yo en el proceso defensivo". En Obras Completas.Tomo 23. Buenos Aires, Amorrortu, 1984.
  • GIDE, A. (1947). Et nunc manet in te. Buenos Aires, Losada, 2011.
  • GIDE, A. (1948). "Le traité du Narcisse", en Le retour de l'enfant prodigue. Gallimard, París, 1954.
  • GIDE, A. (1951). Journal. París, Gallimard, 2012.
  • GIDE, A. (1955) Si le grain ne meurt. París, Gallimard, 1992.
  • LACAN, J. (1958). "Juventud de Gide, o la letra y el deseo", en Escritos 2. Buenos Aires, Siglo veintiuno, 1984.
  • LACAN, J. (1998) Seminario 5. Las formaciones del inconsciente. Buenos Aires, Paidós, 2013.
  • LACAN, J. (2011) Le Séminaire. Livre XI. …ou pire. París, Seuil, 2013.
  • LACAN, J. (2013) Le Séminaire. Livre VI. Le désir et son interprétition. París, Seuil, 2013.
  • MILLER, J.-A. (1990) Acerca del Gide de Lacan. Malentendido, Barcelona, 1990.
  • SORIA, N. (2000). "El falo muerto: Gide y la anorexia", en Psicoanálisis de la anorexia y la bulimia. Del Bucle. Buenos Aires, 2016. 43-51.
  • SORIA, N (2008). Confines de las psicosis. Del Bucle, Buenos Aires, 2008.
  • SORIA, N. (2017) Duelo, melancolía y manía en la práctica analítica. Del Bucle, Buenos Aires, 2017.

NOTAS

  1. El lector encontrará un desarrollo más amplio de acerca de la anorexia de Gide en SORIA (2000).
  2. El lector podrá encontrar un desarrollo más amplio de este punto en SORIA, 2017.
  3. El lector encontrará un desarrollo más amplio sobre este punto en la melancolía en SORIA (2008) 71-72 y SORIA (2017).